lunes, 22 de noviembre de 2010

Pequeñas delicias de la vida conyugal

Mañana iba sacarse los muertos de encima. Iba a hablar con Mariana, le iba a decir que no quería que lo llame más, que no le interesa ser su ex novio devenido en psicólogo, que si Martín, su marido, la sigue tratando mal es culpa de ella. Ya no iba a ser el ex novio simpático que presta el hombro y palabras amables de consuelo.

No es que se haya estado de mal humor, pero ya no tenía ganas de bancarse pelotudeces.

Pensaba, si mañana el Puma volvía poner esa radio de fachos en la oficina la iba a desenchufar, los iba a mandar al Puma, a la radio y a los fachos a la concha de su madre.

Seguía pensando en los muertos. Se los iba a sacar a todos de encima.

Iba a hablar con Raúl, el almacenero, le iba a decir que estaba arto de que lo atienda siempre con cara de orto y que no le vuelva a mentir con el tema de la cerveza, que no le diga que está fría si la acaba de poner en la heladera. También le iba a decir que es realmente lastimoso que cada vez que le pida fiambre le de unos gramos de menos para sacar ventaja, cien gramos son cien gramos, no noventa.

Una vez aclarado todo con el almacenero iba a volver al edificio. Iba a tocar el quinto B y le iba a decir a su vecino (fingiendo otra voz, lógico) que la mujer lo cagaba con el portero. Eso no era verdad, pero quería hacerles pasar un mal momento por todas las veces que garchaban de madrugada y no lo dejaban dormir. Estaba arto de despertarse con el ruido que hacía la cama cuando se arrastraba y el golpeteo del respaldo contra la pared.

Se divertía imaginándose la discusión y los gritos de la parejita. Para colmo, el portero era un flaco simpático y de buen aspecto físico; un buen prototipo de amante.



Todo eso pensaba mientras se lavaba los dientes. Estaba satisfecho solo de pensar que mañana se iba a rebelar contra las pequeñas cosas de su vida que lo hacían infeliz.

Lo de los vecinos es un poco por envidia, pensaba. Claro, lo despertaba una cama yendo y viniendo, arrastrándose por el piso. No le quedaba otra que prender el televisor, hacer zapping y colgarse con Volver viendo una novela vieja de Osvaldo Laport y Solita Silveira.

Dejó de pensar, se enjuagó la boca y se fue a dormir. Mañana sería un gran día.



Tipo tres de la mañana se despertó con un ruido. Otra vez, pensó. Pero esta vez no era la cama ni los gemidos, la vecina lloraba como loca a los gritos. Acto seguido escuchó un golpazo de puerta y un categórico “andáte puto hijo de puta”. Se levantó de la cama pensando qué carajo les pasaba a sus vecinitos felices, se sirvió agua y mientras la tomaba, escuchó que el ascensor bajaba. La mina seguía llorando y gritando.

Así como estaba, con un pantalón corto y su musculosa naranja, subió hasta el 5º; quería decirle a la mina que si podía dejar de gritar, que mañana laburaba temprano. Tocó el timbre, la mina atendió, tenía el maquillaje corrido y los ojos hinchados, pero estaba con un vestido negro que le quedaba muy bien. Antes de que diga nada, la mina le pidió disculpas y le dijo que ya se iba a calmar y no iba a hacer más ruido.

Casi sin pensar, le preguntó qué pasó y si ya estaba todo bien; la mina le dijo que si, a pesar de que acababa de enterarse que su marido era gay y que la engaña con el portero del edificio. No sabía si era enserio o en joda, se quedó con los ojos abiertos y solo atinó a decirle: “que bajón, sorry”. La mina le dijo que lo sospechaba desde hace tiempo, pero que recién ahora lo podía probar.

Como si fuese natural, la vecinita lo hizo pasar al departamento, tomaron café, fumaron porro, se rieron y garcharon toda la noche.

Cuando se levantó para ir a laburar, la mina seguía durmiendo, la despertó, le dio un beso y le dijo que esa noche cocinaba él, y que la esperaba en el departamento de abajo a las nueve.



En el laburo, el Puma volvió a poner esa radio de fachos, pero no importaba, había llevado un mp3 y se puso los auriculares; se rió toda la mañana del pobre Puma y de los pobres fachos. Desde la oficina llamó a Mariana, le dijo que no lo vuelva a llamar para contarle sus problemas, que vaya a un psicólogo, y que si lo vuelve a llamar, que sea para volver a cojer con el.

Durante la tarde fue a comprar unas cervezas al almacén de Raúl. Se las dio caliente, como siempre. No importaba, las iba a poner en la heladera, hasta las 9 había tiempo de sobra para que se enfríen

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