jueves, 27 de junio de 2019

Ejercicio para dejar de hablar y volver a escribir

Un día dejé de protestar. Un día dejé de quejarme contra la clase y el poder, contra los administradores de la vida y de la suerte, tentativamente. Un día dejé de enojarme con el Estado y sus ilustres representantes.

Dejé de subestimar sus decisiones y los consiguientes porvenires de los otros. Un día dejé de despotricar contra el poder y sus ostentosos. Un día dejé de renegar las reglas y dejé de quejarme de los condicionamientos.

Hubo un día de intimidad. De revelación. De comprendizaje. Un día en el que conocí la inmensidad –regocijante- más allá de la tristeza racional y la limitación corporal. Hubo un día en el que la excepción se volvió mediocridad y la rutina un destello. Hubo un día en el que la histeria opacó la serenidad posible. Ese día me di cuenta. De ese día no pude volver.

Me di cuenta de varias cosas.

Por empezar, me di cuenta de que no existía la regularidad; y de que el pesar de algunos es el regocijo de otros. Y, si no se trata de regocijo, al menos se trata de alivio. Para ejemplificarlo: las olas del Atlántico no distinguen ni distinguieron ese día ni el que vendrá entre enteros y rotos.
Y ahora viene el cuento, después de dos párrafos o tres. Innecesarios, por supuesto.

La cosa es que creemos que la tenemos clara: que después de dos o tres conflictos familiares, que después de dos o tres tribulaciones amorosas, que después de dos o tres laburos insoportables, que después de dos o tres muertes medianamente cercanas, que después de dos o tres cosas... creemos que la sabemos toda. Creemos que la tenemos clara. Creemos que la vida es una dicotomía predecible para quienes ya la vivieron algunos años.

Debería ir directo a la historia. Contar cómo me enteré del escándalo, cómo me convencieron de no ventilarlo sino hasta ahora. Pero siempre fui un aguafiestas: pasé mis mejores años pendiente en descubrir la trampa del mago y me perdí la magia. Siempre cagué las películas porque adelantaba el final.

El centro del espectáculo. Ahora me dice un amigo casi psicólogo que lo mío solo se trata de llamar la atención. Me dijo que, aunque todos seamos importantes, el mundo es una escenografía compleja para todos y cada uno, pero especial para nadie. Ni para Maradona, ni para Messi. Me ejemplificó: ellos sortearon una ventura más atractiva, quizás más peculiar, pero no más que eso: peces con suerte y dotes superiores, más colores, pero jamás trascendentes a la pecera.

La cosa es que llevo bastantes párrafos argumentando mi ateísmo: 

—¿o agnosticismo?-

—¡Qué más da!

Tanto argumentar el no para terminar dando el sí. Tanto decir que Dios es una construcción cultural de la sociedad moderna para terminar pidiéndole que me afloje celestialmente el dolor de cabeza a cambio de una floja promesa terrenal.

Hago el ejercicio de releer lo que voy escribiendo y realmente es aburrido. Pocos habrán llegado acá y solo para ellos mi empatía. En tiempos de microvideos de un minuto y frases twitteras de cuatro palabras estoy estirando al pedo, o al vicio, o en vano, la historia que quería contar. Quizás no era tan importante.

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